Una antigua leyenda nórdica describía al hombre y la mujer como seres separados por un mar terrible, un abismo en el que naufragaba todo aquel que intentara la aventura de cruzarlo. Sin embargo, otros mitos, nacidos en Oriente y Occidente, hablan de un personaje fabuloso: el andrógino – varón y hembra a la vez – y que resultan un verdadero símbolo de la unidad del universo.
Ambas ideas, la de la oposición y la de la coincidencia de los sexos, responden, pese a su contradicción, a una trama de hechos reales en los que la pareja humana funda su vínculo.
La biología ha señalado que tanto el hombre como la mujer encierran dentro de sí elementos de los dos sexos. En este fenómeno de bisexualidad, ineludible para todo ser humano, la perfecta afiliación al sexo propio depende de la proporción en que se repartan esos elementos.
Así, un varón normal cuenta con tres cuartas partes de caracteres masculinos, mientras que el resto de su personalidad se ha configurado en base a rasgos femeninos. Cuando ese equilibrio se rompe, aparecen la desviación y la neurosis.
Cada sexo parece buscar en el otro una parte de sí mismo, perdida en un remoto pasado. Cuando se produce el encuentro, adquieren, el hombre y la mujer, su verdadera identidad.
Las alternativas del vínculo que une a los miembros de una pareja están directamente ligadas a esa facultad de depositar en el otro todos los elementos del sexo opuesto que constituyen a cada uno de ellos. Es un doble movimiento, un dar y recibir que consiste en proyectarse y en abrirse a la proyección del compañero, permitiendo el ajuste perfecto, el clic que sella una relación sin trabas.
Así, por ejemplo, la mujer llega a serlo plenamente en el momento que coloca en el hombre que quiere todo lo que ella tiene de masculino, a la vez que asume la parte femenina que él deposita en ella. Toda anomalía en el comportamiento sexual puede ser comprendida a la luz de este interjuego de funciones o roles, permanentemente adjudicados y asumidos.
Buscar su pareja representa para cada uno lanzarse al encuentro de aquel que pueda devolverle una imagen perdida, convirtiéndolo a la vez en depositario de partes de su yo.
Queda por indagar cuáles son los criterios que rigen la elección del objeto amoroso. La atracción de los contrarios parece ser el fundamento de la unión del hombre y la mujer, pero esto tiene vigencia sólo en el plano del sexo y en los rasgos de carácter más íntimamente ligados a él. En otros niveles es la afinidad, la coincidencia, la que determina el ajuste perfecto. Este criterio de semejanza tiene vigencia tanto en lo físico como en lo psicológico. El hombre desea una mujer que pertenezca a su mismo status social, que comparta todo aquello que constituye un estilo de vida, es decir, intereses comunes, una idéntica manera de valorar personas y cosas. Los caracteres opuestos pueden producir mutua fascinación, pero sólo por poco tiempo, ya que su contraste les impide compartir un mundo, o simplemente convivir. Sin embargo, cuando dos personas marcadas por profundas diferencias de carácter se unen, constituyen parejas sadomasoquistas, donde se alternan en los roles de víctima y victimario. Pese a la infelicidad de sus relaciones están atadas por un vínculo casi imposible de romper.
Las figuras paternas, asimiladas en el período decisivo de la infancia, se convierten en modelos – positivos o negativos – de la elección de pareja.
La imagen que un niño tiene de la conducta de sus padres determinará en él una serie de pautas de conductas que aflorarán especialmente en el momento de buscar compañera.
El nivel de aspiración, la forma de encarar conflictos y la rigidez o lentitud frente a problemas que exigen toma de decisión están íntimamente ligados a esos modelos paternos, actuando frente a ellos por analogía o por contraste.
Las fantasías que un chico hace respecto a su familia (lo que Freud llamó “novela familiar”) se mantienen en el momento de la elección, originando conductas y actitudes aparentemente inexplicables. La necesidad de afinidad o semejanza con la persona elegida responde a exigencias de comunicación. Esta se realiza a través de un código o lenguaje que debe ser común. El mensaje es transmitido por uno de los dos a través de las palabras, los gestos o las actitudes. El otro debe estar capacitado para descifrar las claves ocultas.
De allí la importancia de que los miembros de una pareja pertenezcan a un mismo medio social, con pautas comunes, con sentimientos parecidos, porque cada palabra varía su significado de acuerdo con el contexto social en el que ha sido pronunciada.
Cuando después de atravesar las múltiples alternativas de la búsqueda, un hombre y una mujer se atreven a cruzar el abismo que separa los sexos, para darse íntegramente el uno al otro, cuando han encontrado el lenguaje común para el deseo y la ternura, pueden fundirse definitivamente en esa unidad que es la síntesis del universo: la pareja humana.
El artículo “La Elección de Pareja” es reproducido de la obra “Psicología de la Vida Cotidiana”, de Enrique Pichon Rivière y Ana Pampliega de Quiroga, Editorial Galerna, Buenos Aires, 1970, 182 páginas, ver pp. 90-92. La publicación en nuestros sitios web asociados ocurrió el 09 de febrero de 2019.
Enrique Pichon Rivière fue un médico psiquiatra argentino nacido en Suiza. Es considerado uno de los introductores del psicoanálisis en Argentina y formuló la teoría de grupo conocida como “grupo operativo”. Pichon nació el 25 de junio de 1907 y vivió hasta 1977.
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