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Ella inspira mis letras invernales; la espera perfecta de un velero en prosa de mar; la que me enamora a medio día y en la mañana siguiente.
Me dijo; comencemos este camino; ya cruzamos montañas; también me condenó al lenguaje llamado poesía.
Con ella me siento como el hombre de los días que los ríos preguntan dónde terminan los besos disolutos.
No quisiera ser el religioso de su corazón; quiero ser el que profana sus labios; el libro que los poetas saben que ella escribe.
En la montaña del silencio la encontré. El agua de aquel océano estancado estaba en sus pies; el viento se enredaba en sus cabellos esa vez. Yo comencé a escribir y ella comenzó a dictar bajo las sombras de las rosas y poetas.
Como no amarla, si ella es eterna en multitudes que vienen contra mí; amarla se me hizo costumbre.
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